La matanza del cerdo
El cerdo, despensa nutricia para la asturianía, tuvo antaño consideración de desprecio y valoración de rechazo. El Levítico prohibía su consumo, en Los Proverbios se lee que «anillo de oro en jeta de puerco es la mujer bella pero sin seso», y San Mateo aconseja «no dar cosas santas a perros ni arrojar perlas a puercos...». Mahoma, por su parte, también prohíbe a sus fieles comer «en todo tiempo la carne de cerdo, la sangre, la carne mortecina, los animales ahogados, los muertos de alguna caída, porrazo o cornada...».
Probablemente, como apunta Julio Camba, si los mahometanos tienen tanto desprecio a la vida quizá sea por el «deseo de irse cuanto antes al Paraíso para tomarse allí unas lonchitas de jamón, con algo de Chipre o de Falerno, en compañía de las huríes».
En Asturias, región influenciada por judíos, árabes, romanos y cristianos, el cerdo ha tenido y tiene un especial carácter simbólico cuyo sacrificio —la matanza— conlleva algo de mítico y de sobrenatural.
Pues, como escribió Puga y Parga:
«...un cerdo hoy es cerdo, y mañana lo ven ustedes encarnado, transformado o metamorfoseado, ora en delicado salchichón, ora en delicioso chorizo; ya se encarna en un jamón o se desfigura en nutritiva butifarra. Todo en él transmigra a otras regiones superiores, pues no cabe duda que pierde su mísera y denigrante condición social para convertirse en multitud de sublimes y delicadas viandas con que espiritualizan su estómago desde el más elevado personaje hasta el más modesto menestral».
Por eso su muerte debe ser acompañada y complementada con cierto aparato ritual que generación tras generación conserva y enriquece.