La historia
Hablar de los orígenes del queso, que sin grave error pueden datarse en épocas prehistóricas, es hablar de tres casualidades concatenadas. La primera fue consecuencia de la caza y de la domesticación de los animales capturados: así aprendió la humanidad a aprovechar la leche. La segunda consistió en la observación de que el reposo y la temperatura provocaban una coagulación de la leche y que ese nuevo producto —la cuajada— no sólo era comestible sino que además ofrecía cualidades de sabor y de frescura notablemente sorprendentes; después, tras una primitiva filtración (desuerado) en recipientes con agujeros o cestas con varas muy juntas, se obtendría el primer queso fresco de pasta blanda y consistente o requesón. La tercera fue el descubrimiento del cuajo, quizá cuando al sacrificar un corderillo que acababa de mamar, en su estómago aparecía algo parecido a una cuajada; todo esto llevó a suponer que en el estómago de los animales hay unos jugos que facilitan una rápida coagulación. Y aunque parezca raro, el cuajo natural sigue siendo hoy día el coagulante óptimo en la actividad quesera.
La historia necesita de mitos, de leyendas. Y la de la gastronomía, más. Y es esa misma necesidad de la narración legendaria quien nos lleva al Asia Menor para ponernos en contacto con un pastor de ovejas que ahorraba leche en un odre construido con el estómago de sus animales; el reposo, el calor y la acción química natural hicieron el resto: la formación de la cuajada y la separación del suero. Sucedía esto hace muchos, muchísimos años...
El documento —mejor testimonio— más antiguo relativo a la elaboración del queso puede cifrarse en unos 3.000 años antes de Cristo: es un friso sumerio, El-Obeid, en el templo de Ninchursag, diosa de la vida. En él se representan las distintas etapas del ordeño y posterior elaboración.
Grecia, en tiempos del siglo V a. de C., sabe y gusta de quesos, como muy bien acreditan Homero, Eurípides y Arquestrato. Eran generalmente quesos frescos procedentes de leches cuajadas con brotes de higuera, de cardo o con trozos de estómago de animales; la cuajada se disponía en cestas de mimbre para eliminar el suero y finalmente la pasta se prensaba un poco y se salaba para procurar una mejor conservación.
Los griegos gustaban de sabores fuertes y especiados; de ahí que mezclaran el queso con diversos ingredientes para conseguirlos (miel, alcaravea, comino, vinagre, otras hierbas aromáticas...). El kiné griego no era otra cosa que lo que hoy llaman postre del abuelo: pasar queso fresco a través de un colador y los fideos obtenidos acompañarlos de abundante miel.
Roma, heredera de la cultura griega y con un espíritu más refinado, eleva a la cumbre del placer el maridaje queso-hierbas aromáticas. En algunos casos, mezcladas ya con la leche durante el ordeño; en otros, incorporándolas directamente al queso fresco. Tomillo, cilantro, apio, ajos, piñones, jaramago, nueces, almendras, menta... solían estar presentes en todo tipo de preparaciones y salsamentos queseros. Roma, también, inicia un largo camino de aventura por los quesos añejos e, incluso, por los de moho interior.
Y a través de Roma la actividad quesera se extiende por Europa, paso a paso, siglo a siglo, afianzándose en todas las naciones y en todas las culturas.